(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 18, febrero 2001)
Don Cosme, el dios de la interdisciplinariedad
Un rey es un ser preeminente, desde luego, pero que tiende a aparecer cada día en el periódico.
Un dios es ese algo o alguien que, como don Cosme, cuando se manifiesta,
deja su huella de por vida,
esa eternidad de cada uno.
Sólo cuando se manifiesta.
Permíteme, Kike, que, aun siendo una carta dirigida a ti, se la dedique a Xavier Monfort, un buen amigo mío y maestro, bueno también. Sé que le va a gustar esta historia de don Cosme, a pesar de que es posible, Kike, que no haya conocido en mi vida otro maestro tan soporífero como aquel entrañable maestro. El buen hombre solía sentarse desapareciendo, integrándose en un gran bulto, compuesto por tarima, mesa sobria y escueta donde las haya, hermoso volumen de enciclopedia de las de nuestros tiempos y su cabeza adherida al espléndido volumen, donde hurgaba, más que leer, a través de sus redondas gafas de culo de botella que, encima, se quitaba de vez en cuando con la inútil pretensión de ver mejor lo que leía. Entonces un ojo, el izquierdo, parecía salírsele de su cuenca, como un globo que no encontrase su paisaje, conformando una esfera blanca, inmaculada, inverosímil, sin una sola venita enrojecida por tanto esfuerzo. Tan cerca de lo escrito estaba aquel monumental ojo que más bien parecía rodar sobre el papel que otra cosa.
Pues ese era don Cosme, alejado, aburrido, dificultoso en sus explicaciones. Nada engreído el hombre, pero todo distancia, lejanía absoluta. Aparentemente indiferente, impasible, como si no existiese un más allá de su apretada frontera visual, ese más allá que en aquellos momentos, hubiésemos tenido que ser nosotros, sus alumnos, unos niños y, entre ellos, yo que permanecía en su clase, luchando contra el hastío, vestidito, ¡no te lo pierdas, Kike!, con una bata a rayas. ¡Qué tiempos aquellos! Lo que había que aguantar.
Por cierto que, bien por su constancia de hormiga, bien porque al fin y al cabo para eso está el alumno, para aprender (mal que le pese al propio profesor), parece ser que ya estábamos al loro, aunque quizás prendido por alfileres, acerca de los principios relacionados con los ángulos adyacentes, con las líneas paralelas, por supuesto con todo lo que se refiere al área del cuadrado, las reglas de la igualdad aritmética, etc. Quisicosas, si tu quieres, de aquellos tiempos escolares. No sé en qué momento, pero habíamos tratado de estas cuestiones y algo sobre ellas sabíamos.
Don Cosme, aquel don Cosme, solo despegaba su desorbitado ojo de la superficie de la enciclopedia para ensuciarse aún más los cristales de sus gafas; porque, Kike, solo podía ensuciarlos más con aquel pañuelo que usaba, ocre de tantas batallas. Ahora pienso que el buen señor no estaba capacitado para detectar con su menguada vista el verdadero grado de suciedad de sus lentes y del insistente pañuelo. Sin inmutarse, proseguía su charla entrecortada y monocorde; porque, encima, su charla consistía en un soniquete monocorde, en ocasiones, difícil de descifrar. Como un enigma irresoluble, en algunas ocasiones, una mueca nos daba a entender que sonreía –quizás, reía, ¡vete tú a saber de qué! Como que no nos debía ver, le debía de importar un pito si le habíamos cazado la ocurrencia tan graciosa que, por lo visto, tanto le divertía.
Como puedes comprender, aquél no era, ni mucho menos, un don Cosme diferente al don Cosme del día anterior ni al de dos días antes. Don Cosme, para nuestro infinito aburrimiento y flagelo, había sido siempre el mismo...
Hasta ese día, Kike, hasta ese día que te cuento, porque, sin mediar ningún indicio que lo hiciese prever, don Cosme, el mismo don Cosme del que hemos hablado hasta aquí, se levanta de su silla, escarba en el maletín que siempre dejaba junto a una de las patas de la mesa, saca algo de color rojo, se sitúa en el borde de la tarima, en uno de sus ángulos, según miro yo, el derecho, frente a nosotros y se coloca en la cara la cosa roja, que no es otra cosa que una descomunal nariz de payaso.
Aunque atónito, pude sentir una reacción inmediata en toda la clase, donde de posición abúlica, correspondiente a aquel aburrimiento colectivo, se había pasado, como por arte de birlibirloque, a una actitud de atención extrema, los cuerpos erguidos, apoyados los codos sobre las mesas de los pupitres.
Eso sí, no faltó la incontinente carcajada, que don Cosme, con una maestría insospechada hasta entonces, sabe cortar con un histriónico ‘¡Buenos días!’, lanzado al aire, ejecutando acto seguido un salto tan ridículo como todo el espectáculo que nos estaba dando, yendo a parar al ángulo izquierdo de la tarima. ‘¡Buenas tardes!’, contesta; se contesta a sí mismo, en el momento en que me doy cuenta de que el otro lado de la nariz es de diferente color, es verde. Vuelve a saltar hacia el lado rojo. ‘¡No empecemos! ¡Buenos días!’, reconviene al lado verde de la nariz. ‘¡Por la mañana se dice buenos días!’
Creo que ya te debes imaginar la escena: don Cosme, aparte de su excentricidad haciendo el payaso, se había metido en la complicación de representar a dos personajes a la vez, distinguiendo cuando representaba a cada uno de ellos por el sencillo procedimiento de mostrarnos alternativamente el lado rojo y el verde de su prominente nariz artificial; aplicando para su explicación –porque pretendía explicarnos algo- el viejo método cómico de burlarse una parte de otra, para mayor regocijo del auditorio que, dicho sea de paso, bastante encantado estaba ya con el cambio introducido a la dinámica en la exposición del que hasta hacía un instante había sido probablemente el profesor más aburrido del mundo.
‘¿Has traído las baldosas?’, pregunta el lado rojo, a lo que responde el lado verde, ‘¡Aquí están!’, dejando esparcidas sobre el escenario ocho baldosas en forma de triángulo rectángulo, ante la intrigada mirada de los alumnos, quienes, sin lugar a dudas, no se acaban de creer lo que están presenciando.
‘Ocho, para dos macetas, son pocas.’, dice la parte roja de la nariz a la verde, que contesta ‘¡No hay más cera que la que arde!’
No voy a ser yo ahora quien te aburra a ti, Kike, detallándote de forma pormenorizada lo que allí y entonces sucedió. No da tanto de sí esta carta-artículo. Solo decirte que en aquel juego escénico se planteaba la intención de adornar el suelo al pie de dos macetas y, que para llevar a cabo la supuesta obra de arte, solo se disponía de las ocho baldosas. Tras un ‘¡Déjame a mí, que ya verás!’, de la parte verde de la nariz, a la vez que solicita la atención del público, que ya ha abandonado sus pupitres y se agolpa a su alrededor, se produce el siguiente resultado:
A continuación y ante la disparatada disposición propuesta por la verde, la parte roja de la nariz dice algo así como ‘¡Quita para allá, alma de cántaro! ¡Fíjate en mí, sesos de chorlito!’, procediendo a situar de otro modo, con mucha pompa y misterio, las cuatro baldosas restantes al lado de las colocadas por la otra cara:
Evidentemente, la disposición propuesta por la cara roja de la nariz parecía, parece, mucho más racional, si lo que pretendía era colocar una maceta en el centro. Lo que no se le veía era el sentido a todo aquello, salvo el divertido pique que se traían ambas partes de la nariz y las situaciones que he ahorrado en mi explicación, dado que explicadas tienen mucha menos gracia que vistas. Daba la sensación de que la extravagante parodia se podía dar por concluida, cuando, de repente, la parte verde de aquella nariz insolente, se rebela:
-‘¡Un momento, que acabo de descubrir la demostración del teorema de Pitágoras!’
Te sigo resumiendo para no aburrirte, Kike. Desde luego que la parte verde no había descubierto nada extraordinario, porque todo esto está descubierto ya, pero en la ficción, insisto, en la ficción, nos mostraba un hallazgo: que los dos recuadros que envuelven a los dos dibujos son iguales y que, de acuerdo a lo estudiado hasta ahora sobre paralelas, ángulos, etc. y repetido entre bromas, son cuadrados.
En total, que cada lado de los cuadrados mide la suma de las longitudes del cateto menor y del cateto mayor, por lo que:
Y que, si les quitas a cada recuadro sus cuatro baldosas, les estás quitando a cada recuadro idéntica porción, por lo que, si aplicamos las reglas que ya conocemos de la igualdad:
Resultando que, de acuerdo con los conocimientos de los que ya hemos echado mano, estas tres figuras son cuadrados y que, si te fijas, los dos cuadrados verdes tienen por lados los catetos del triángulo rectángulo formado por la baldosa y el cuadrado rojo tiene por lado la hipotenusa del mismo triángulo, por lo que, aplicando las fórmulas correspondientes a las áreas de cada cuadrado, resulta que:
No te reproduzco todas las evoluciones histriónicas de don Cosme. Haz un esfuerzo, Kike e imagínatelas, porque esta carta-artículo no se puede alargar mucho más. Imagínate a don Cosme explicándonos de esta manera el Teorema de Pitágoras, nada menos; saltando del lado verde de su nariz al rojo y viceversa, conduciéndonos a sus conclusiones por una ruta tan inesperada como divertida.
Lo cierto es que aquel insólito don Cosme, después de que desprendiéndose del postizo bicolor de su nariz, ejecutase una afectada reverencia para recibir el aplauso enfervorecido de sus estupefactos alumnos, había logrado transmitir de forma amena y eficiente (creo que nunca la podré olvidar) una demostración práctica del Teorema de Pitágoras.
Y ¿te das cuenta, Kike, de que, con el teorema de marras, lo que en las escuelas se hace aún hoy es obligar a que los alumnos se aprendan la fórmula de memoria, incluso en las escuelas tenidas por más modernas, dejando su aplicación si acaso para más adelante. Mientras que don Cosme, transformado a la vez en dos payasos gracias a su bicolor nariz postiza, nos demostraba la fórmula de forma razonada y práctica, aplicando en su peculiar procedimiento, en oportuna coincidencia, varios conocimientos adquiridos previamente (probablemente, sin aplicación práctica hasta aquel momento) sobre los principios de las paralelas, de los ángulos adyacentes, el área del cuadrado, las reglas de una igualdad, etc. que, a su vez y para mayor aprovechamiento, encontraron una aplicación práctica en la excéntrica demostración del payaso, sirviendo de base para la lógica de la demostración. No solo han encontrado un espacio para verse aplicadas, a la vez o una detrás de otra, en un ejercicio práctico, sino que han servido de eslabón lógico para el razonamiento que conducía al Teorema.
Ya sé que los conceptos y la historia que estoy tocando pertenecen a la Escuela del pasado; aquella por la que tú y yo transitamos. Agua pasada no mueve molino y hoy en día, no parece adecuado este enfoque porque son otros temas y contenidos los que interesan y porque la estrategia educativa debe de estar bastante mejor planteada; debe ser así aunque, la verdad, me surjan muchas dudas.
Lo que más nos importa aquí es la capacidad de interdisplinariedad del acontecimiento teatral. En un potente bombardeo producido a partir de la acción dramática, todos estos conocimientos de que hablábamos se pusieron en acción, movidos unos por otros, estimulados por la situación planteada por el payaso-profesor. Y todo ello con indudable amenidad, Kike. ¿No te parece una senda interesante? Aunque no creo que a todo el mundo se le antoje tan interesante como a mí, porque lo cierto es que el buen profesor, después de aquella memorable clase, desapareció como por ensalmo. Ni se despidió; quizás no le dejaron despedirse. ¿Qué fue de él? Quizás aquella clase fuera la explosión de una larvada locura que antes nadie supo prever; quizás su extraordinario comportamiento traspasó las finas paredes del aula, yendo a parar su noticia al estamento dirigente del colegio y entonces... ¡Ah, entonces! La estética de la Escuela de aquellos años no podía tolerar semejantes perturbaciones... ¿Y la de ahora?
Me parece que tampoco, pero no voy a ser yo quien, para demostrarlo, le exija a ningún profesor que se coloque la nariz bicolor ni que haga equilibrios arriesgados sobre su tarima, abandonando sus acostumbrados procedimientos, su bibliografía y términos más precisos, eso que constituye el corazón de piedra de la Escuela. Además, no soy quien.
¿Y de don Cosme, qué? Pues, para don Cosme, allí donde esté, en el mundo que ensueñe, en su galaxia, en esa celda que esté ocupando en algún rincón de la bóveda celestial, para usted, don Cosme, mi más entrañable recuerdo. ¡Mi saludo, don Cosme!
En cuanto a ti, Kike, ¡qué decirte! Un abrazo y ¡hasta la próxima!
Miguel Pacheco Vidal.