De palique con Kike 15

(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 22, diciembre 2001)

Otra ventana, otros vientos

Un hombre se distingue de otro, entre otras cuestiones, quizás, por aquello por lo que se indigna y se distingue también por lo que hace y cómo lo hace, cuando se enfada.

         Kike, no sé si te lo he comentado en alguna ocasión. Aquí, en Barcelona, tengo un amigo, muy amigo mío, que hipnotiza gallinas y que es actor, un gran actor, te lo digo yo, pero un actor que, mira tú por dónde, hipnotiza gallinas, cosa que me preocupa por aquello de que a alguien se le pueda antojar algo chusca esa práctica de hipnosis aviar o parecerle absurdo tal afán, produciéndose en ese alguien una impresión que le mueva a transferir al otro campo, el del arte dramático, su juicio, precipitado quizás y a dar por zanjado que es un actor chiflado.
         Es de reconocer que en algunas oportunidades, muy pocas todo sea dicho de paso, mezcla en su conversación el relato o el ejercicio de ambas actividades que, por cierto, son muy intensas... ¿Sabes tú el trajín que exige la hipnotización de cada volátil?... A lo que íbamos: entre col y col, lechuga, en medio de tanto recuerdo abandona la narración de sus peripecias con las gallinas y con su tía, la dueña de las gallinas, quien bramaba sapos y culebras cada vez que su sobrino le dejaba hipnotizado el corral y Paco, que así se llama mi amigo y sobrino de su tía, nos deleita entonces recitándonos unos poemas de Miguel Hernández, hasta que consigue ponernos los vellos de punta. ¡Fantástico, qué quieres que te diga! ¡Insuperable! Sin lugar a dudas, tengo enorme fortuna por tener un amigo que hipnotiza gallinas y que es un gran actor. En eso, soy un tipo con suerte, lo reconozco. Con mi suegro, a quien tú conoces, también me pasa algo parecido, porque se sabe de memoria ‘La Venganza de don Mendo’, ‘Don Juan Tenorio’ y varias obras de teatro más y, a menudo, me recompensa gentilmente con memorables sesiones de tan voluntaria como espontánea interpretación, entre cafetuelo y escasa copichuela, en el jardín de Sardonedo que tú también conoces. Ahora bien, mi suegro no sabe hipnotizar gallinas... ¡Que yo sepa! Se lo tendré que preguntar. Tanto a uno como a otro, que, como puedes comprender, para mí, son dos seres extraordinarios, les suelo responder con bromas y una pizca de ironía, pero intentando que quede siempre claro mi profundo respeto por su ejercicio de interpretación al natural, porque, verdad de la buena, me embarga la emoción al contemplar esa voluntad por transmitirme así, a pelo, la palabra escrita por otro.
         Este pequeño circunloquio viene a cuento de que a alguien, confundido entre extensas bibliografías, precisas terminologías y otros estreñimientos ineluctables, le pueda parecer que tú y yo estamos eso, hipnotizando gallinas o algo así, perdiendo el tiempo lastimosamente, ¡vamos!, desconcertado también ese alguien  por el toma y daca coloquial que nos traemos. Es cosa de los conflictos del lenguaje; en concreto, de ese conflicto que sobrelleva tan malamente la palabra seriedad por su doble sentido, hasta el punto de que, a según quien, le impide aceptar que se pueda estar hablando de cosas muy muy serias en clave de humor.
Está bien, Kike, no te procopupes(1), como decía mi nieta hace un año (ahora ya lo dice bien); en último término, estamos mejor así, como estamos. No nos salgamos de nuestro tono modesto, no hay por qué, ya que, al fin y al cabo, con lo que estamos abordando en nuestras charlas amables y doradas de simple madurez, tampoco hay para lanzar las campanas al vuelo; sin duda, no existe motivo alguno para estirarse los elásticos con los pulgares; mantengámonos en ese tono que lo único que exige es un poco de atención. Sólo eso; creo que después de más de treinta años de trabajo, lo merecemos. Otros López son que tengamos la sensación de que lo que decimos es suficientemente novedoso e interesante, como para percibir una respuesta más tangible; pero eso, Kike, es nuestra sensación y tengo el presentimiento de que nos iremos a la tumba con ella.
¿Que qué me pasa? ¡Cuán fino eres, Kike! ¡Qué olfato! En efecto, algo me pasa. Mira, me ha ocurrido que he vuelto a leer en algún rincón de la polémica, en algún libro, en algún artículo, que los partidarios (entre los que me encuentro yo) de la representación en público del trabajo dramático realizado en el Aula de Teatro, basamos nuestra opinión sobre este tema en los aparentes deseos o en el anhelo demostrado por llevar a cabo la función, fenómeno que se puede apreciar con suficiente frecuencia entre los niños.
Y no es que no sea verdad que lo digamos, ¡lo decimos! Al menos, lo digo yo, que lo he podido vivir a lo largo de mi experiencia en este terreno, pero, eso, así dicho, puede ser incierto, si quien lo dice lo deja ahí, dando a entender que es el único argumento o que es el de mayor peso que utilizamos y no es así, te lo puedo prometer. Hay, sin lugar a dudas, más razones. Además, también  puede ser injusto ese alguien, porque no tiene en cuenta que si apelamos a este factor, el de la patente ilusión por interpretar en y con público, es porque antes, años atrás, los partidarios del taller cerrado, lanzaron una tan hipotética como improbable idea por la que declaraban que el niño no necesita público, apoyándose, para mantener semejante afirmación, en la observación de un determinado comportamiento que el niño muestra en el juego, cuando se reúnen varios niños para representar madres, padres, médicos, enfermeras...
Está claro que el niño no precisa público para desarrollar el juego de representación de roles. Admitido. ¡Bueno y qué! Es cierto que es así en un comportamiento determinado, pero el hecho de que la aspirina vaya bien para quitar el dolor de cabeza, no justificaría una dieta diaria de tortilla de aspirinas. Por otro lado, es difícil pensar que en el citado juego, el niño pueda tabular alguna opción a tener público, por lo que ya ni la considera. Además, vienen a reforzar nuestra postura algunas evidencias posteriores, que han obligado a algún seguidor de esta idea a aflojar sus tuercas y a reconocer por lo menos que, a partir de cierta edad, podría ser admisible y hasta conveniente la representación en público.
Estas objeciones ya hubiesen debido bastar por sí solas, ¡pero no! Las ideas se habían mantenido, tanto la de aplicar el esquema del mencionado juego, concediéndole un rango prioritario en el ejercicio dramático escolar, como la de eludir la representación. Estos son los acontecimientos, Kike y es a partir de ahí que, visto que nuestra argumentación para el debate no se recogía ni a la de tres, me tomé el trabajo de buscar otro comportamiento lúdico y espontáneo del niño que tuviese que ver con el ejercicio dramático y que ofreciese la virtud de apoyar nuestras objeciones y contrarrestar la argumentación del taller cerrado.
Ya estuvimos hablando sobre este comportamiento alternativo en nuestro ‘De palique con Kike-3’(2), pero llevo hablando sobre él desde hace ya bastante tiempo(3). ‘Historia de una cereza’(4) reunió muchos artilugios surgidos de la observación de este comportamiento que forma parte de un episodio espontáneo al que me dio por llamar ‘Treta en el pasillo’ y que tiene lugar cada vez que un niño se extiende en el suelo haciéndose pasar por muerto, a la espera de que por allí pase una persona adulta determinada, normalmente la madre; episodio bastante frecuente en la vida infantil por el que el niño muestra un comportamiento distinto al manejado para respaldar las razones del taller cerrado, ya que a través de él no solo nos advierte que quiere público, sino que lo elige. ¡Toma castaña! Casi diría que lo exige.
Esta es mi confesión de un pecado de juventud. ¿Cómo decírtelo? Entonces yo creía que yendo con la verdad por delante ya había suficiente, así que,  con el fin de contrarrestar su pertinaz argumentación, me decidí a adoptar la misma estrategia que el oponente, entresacando un comportamiento espontáneo infantil que, a poder ser, tuviese que ver con el ejercicio dramático, solo que al analizarlo, se hiciese patente que contradice el argumento del otro, ya que, como te digo, resulta que el niño ha elegido como público a una persona y a por ella va. En otras palabras: necesita público y además, lo designa.
Como te estaba comentando, esa es la historia por la que, en un ni para ti ni para mí, no hubiésemos hablado de estos temas ni nos hubiésemos empeñado en buscar un dato desmantelador, de no haber sido porque antes alguien dijo y había insistido en que ‘el niño no necesita público’. Creo entonces, que llegar a decir con cierto método que ‘es probable que lo necesite’, ha sido una empresa necesaria también y oportuna, por supuesto. E importante, ¡tampoco íbamos a echar la lengua a pacer por un quítame allá esas pajas! Que no guste porque despanzurra un poco las ideas que se suelen manejar sobre este asunto, es otra cuestión. En cualquier caso, nadie puede negar que, para este elemento de nuestra discusión (si necesitan o no público los niños) hemos argumentado lo suyo e infatigables, además, hemos utilizado la misma estrategia que nuestros oponentes, localizando un comportamiento espontáneo en el niño, en forma de pequeña representación teatral, con la salvedad de que, por contraste con el suyo, desdice su opinión.
Ahora bien, también merece un comentario el otro aspecto, aquel que hace referencia a que solo hablamos de este único elemento. Verás, entiendo no sé si bien o mal, que cada niño  y todos a la vez están realizando una obra de arte desde el momento en que emprenden el montaje de una obra de teatro. Aún iría más lejos y diría que cada vez que entran en su Aula de Teatro o como se le quiera llamar. En eso puede ser que estemos todos de acuerdo. La discusión estriba en dónde comienza y dónde acaba, dónde se abre y dónde se cierra el ámbito de esta actividad artística.
¿Recuerdas cuando hablábamos en nuestro ‘De palique con Kike-6’(5) de aquel maestro que nos abría una ventana muy especial? El buen profesor se esforzaba en aportarnos opiniones, frases, estilos literarios, dramáticos, texto, autores... esparcidos en un panorama, más allá del alféizar de la ventana que nos abría de par en par. A continuación, alargaba su mano y nos acercaba, extrayéndolos de aquel vasto horizonte, formas de ver las cosas, construcciones lingüísticas, experiencias vitales, modelos estéticos diferentes a los nuestros para enriquecer nuestro acerbo y con los que rearmar nuestra libertad, utilizando, en este caso, la palabra libertad en el sentido más escueto y práctico, aquel que sostiene que cuantos más conocimientos y habilidades y mayor sensibilidad se alcancen, de más y mayor capacidad de decisión dispondremos. Un marco de libertad basado en el conocimiento de lo ajeno y en la crítica por contraste entre las diferentes aportaciones, diferentes ópticas, distintas perspectivas. ¡Cuántas más, mejor!
Pero volviendo a aquel profesor, había algo más que admirar en él y era su propia actitud, al señalarnos un camino con su imagen de persona abierta a otras aportaciones que busca conocimientos, que se mueve en pos de esas aportaciones y que las trae (que las extrae del otro lado de la ventana) para ofrecerlas al grupo. Enseña y promueve entre los demás esa actitud.. (¿Ejemplo se llama? Pues sí, aunque esté en desuso), mientras propicia el ejercicio de ‘meterse en piel ajena’, al ensayar personajes y diálogos elaborados por mano ajena a ese grupo.
Esta es mi forma de contemplar a aquel profesor que, abierto a aportaciones externas, utilizaba los textos teatrales de nuestros autores, pero ¿qué tiene que ver esta historieta del maestro y la ventana abierta con lo que veníamos comentando sobre la conveniencia de representar ante el público el trabajo preparado en el Aula de Teatro?
Pues nada, Kike, que continuamos metidos en la misma clase, con el mismo maestro y que va a ser él en persona quien nos va a proponer otra razón, para mí la razón principal sobre este asunto. ¿No te parece mal que aún permanezcamos en la clase en que estábamos? ¿Sigues mirando hacia la ventana? ¿Dónde se ha metido el maestro? Anda, date la vuelta, por favor y contempla cómo el buen señor se dirige hacia el otro lado del aula, separa unos postigos que, hasta ahora, habían permanecido ocultos en la penumbra y abre otra ventana encarada a otros vientos. Está al otro lado de la clase. ¿Te das cuenta? Entra más luz aún. ¿Sigues ahí? ¿No notas que, al permanecer abiertas las dos ventanas contrapuestas, se produce una ligera brisa con la que se renueva el ambiente del aula de teatro? ¡Y no me vengas ahora con que vamos a coger una pulmonía! ¡Deja los chistes baratos para otro momento! ¿Qué ha hecho el maestro? Ha abierto una ventana que está en el lado contrario de la habitación y que, por lo tanto, da a otros vientos y lo ha hecho mostrándonos otra vez su actitud, enseñándonos el camino y la forma de emprenderlo.
Tenía abierta ya la que da a las propuestas de trabajo ajenas y ahora nos ha abierto la que da al ámbito del público, el destinatario de nuestro trabajo, ofreciéndonos la oportunidad de abrir, de ampliar mucho más nuestro circuito de comunicación artística. Ya habíamos ampliado nuestro horizonte con la apertura de la primera ventana y ahora, al abrirnos la otra, ha culminado su labor, situándonos en la zona de tránsito, de reelaboración, de máxima actividad, a la vez que nos depara un horizonte nuevo en el que, como objetivo, espera el público.
Sí, el público nos aguarda en su ámbito, con la incertidumbre que propone y con las dificultades que su presencia presagia, pero como en toda aventura, con una promesa de imprevistas satisfacciones, depositadas en cada silencio, en cada suspiro, en cada oportunidad por la que interpretemos que alguien está atento, está valorando nuestro trabajo, quizás disfrutando con él.
Nadie dice que sea fácil enfrentarse al público; sobre algunas formas de relacionarse con él hemos conversado hace poco (6), pero reconocer que es difícil no da pie a abandonar tan apresuradamente el barco, en un sálvese quien pueda que no lleva a ninguna parte.
Además, ¿salvarnos de qué?, ¡es lo que digo yo!, siendo tantos los beneficios. Recoge los bártulos, ¡anda!, que nos vamos a ir marchando. Fíjate que, después de haber intentado contrarrestar los argumentos de quienes opinan que no es conveniente representar, lo que hemos pretendido ha sido establecer una explicación en positivo, describiendo la posición ventajosa para nuestra labor educativa en que nos sitúa la presencia del público, construyendo nuestra argumentación mediante una alegoría, la del maestro que abre ventanas a diestro y siniestro y que nos coloca en un espacio de tránsito, pero de reelaboración continua.
Espacio de tránsito por donde, te lo aviso, no solo pasa la corriente que va del autor al público a través de nuestro trabajo, ya que el maestro aún sabe de más ventanas y de más vientos. En efecto, hay más ventanas, más vientos, más corrientes y todas confluyen en el mismo espacio artístico, pero te propongo que de ellos hablemos en otra carta, que aquí ya no queda espacio.
Alegorías aparte y aparte de nuestra discusión más o menos apasionada con otras formas de pensar sobre este asunto, el ejemplo del maestro enseñándonos y recorriendo el camino que va desde la ventana que da al autor a la que da al público, quizás nos ha servido para describir un panorama por el que se puede ver dibujada nuestra propuesta, en la que recogemos los dos ámbitos: el de la propuesta inicial (texto, autor) y el del destinatario (el espectador), pregonando el interés de utilizar ambos ámbitos en el proceso de reelaboración que se desarrolla en la zona de tránsito y fijándonos finalmente en el valor educativo de la actitud que exhibe el maestro y de los contenidos que nos pretende ofrecer.
No es sólo pues, porque hayamos observado esas ganas de representar en los niños ni porque hayamos pretendido neutralizar el argumento de aplicación de nuestros oponentes a través de nuestra ‘Treta en el pasillo’; es especialmente porque al hecho de representar, como se puede deducir, le hemos reconocido o asignado un valor, lo que tiene que ver con nuestra forma de hacer y pensar y de contemplar el espacio de comunicación artística que nos proponemos abarcar. Público y representación tienen un valor y, en consecuencia, un interés para nuestra labor artística y, por ello, forman parte de nuestra estrategia. Por eso, hemos estado ejercitando diversas maneras de afrontar la presencia del público: la narración, los apartes, las rupturas, la comunicación directa con el espectador, etc. como factores integrantes del catálogo de objetivos operativos de la experiencia que se propone. Es por lo tanto y en principio, coherente con nuestro planteamiento. ¿Qué más se le puede pedir a este árbol que parecía un olmo y nos estaba dando peras? A ver si encima, guiados por algún impulso insensato, lo vamos a talar.
Por lo que respecta a la otra orilla, la de los oponentes, quiero que se me entienda:
¯     En ningún momento se niega la existencia del comportamiento en el que basan su proposición.
¯     En todo caso, lo que aquí se manifiesta es que no hay razón especial para construir una estructura de trabajo dramático-educativa basada de forma exclusiva o preponderante a partir de esa proposición.
ð     Lo decimos, además de apoyarnos en otros varios argumentos, porque hemos utilizado en nuestro modesto análisis otro comportamiento (‘Treta en el pasillo’) que merece tanta o más atención de cuantos nos dedicamos a este campo que cualquier otro y que contradice la proposición mencionada.
ð     Lo que, dado que se desvanece una de sus objeciones más experimentadas, nos lleva a reivindicar la extremadamente rica tradición escolar del teatro de texto, el escrito por mano ajena al grupo, añadiendo a ello las razones que hemos expuesto con la anécdota del maestro abreventanas, aparte de las que han salido e irán saliendo en estas doradas charlas de los ‘De palique con Kike’.
¯     De paso y además, nos valemos también de ‘Treta en el pasillo’ como argumento en contra de uno de los motivos esgrimidos para desestimar la representación en público del trabajo construido en el Aula de Teatro o en la clase.
ð     Ya decíamos que no era razonable extraer consecuencias de la observación de un solo comportamiento, por más interesante y útil que resulte ser. No obstante y desde esa misma óptica,  con ‘Treta en el pasillo’, proponemos la posibilidad de que esté plenamente justificada la representación.
Visto esto, lo que más llama mi atención es a qué viene tan desmesurado interés por suprimir tanto el autor como el público y encerrar entre cuatro paredes la experiencia teatral en la Escuela. Sus razones de peso tendrán quienes piensan así. En cualquier caso y pese a mis puntualizaciones y a que me mantengo en el parecer que he expuesto, vaya por delante mi opinión de que toda actividad de este tipo es provechosa y vaya mi reconocimiento hacia cuantas aportaciones han provocado la convulsión propiciada por esa forma de hacer y pensar, aún siendo bastante diferente a la mía, porque, la verdad, al viejo Teatro Escolar le ha venido bien que lo zarandeasen un poco; cosa distinta es su desestimación, que es la intransigente actitud que no acabo de comprender.
Por nuestra parte, solo nos cabe el deseo de que en algún momento podamos constatar que, una vez expuestos nuestros argumentos e iniciativas, por lo menos, se nos conceda el beneficio de haber quedado algo claro que, con nuestras conversaciones y nuestra forma de entender el ejercicio teatral en la Escuela, tampoco es que estemos hipnotizando gallinas, mareando la perdiz o algo por el estilo.
                                                        Miguel Pacheco Vidal



(1.)      Al iniciar esta carta recordé que mi nieta decía prepreopupes’, mi hija me llamó la atención advirtiéndome que realmente decía  coprocupes’. A partir de ahí, se ha armado un zafarrancho de recuerdos donde cada miembro de mi familia aportaba una expresión diferente, lo que provocó en mí una enorme confusión. Después de darle muchas vueltas, he elegido aquella voz que, sinceramente, considero más verídica, pero me ha dado que pensar en el asunto de las percepciones, en el que cada cual hace de su capa un sayo, lo que tiene algo que ver con el tema de la próxima carta.
(2.)      ‘De Palique con Kike-3’ ‘Eufemismos y Subterfugios’- Ñaque, número 10 -             junio 1.999
(3.)      "Texto teatral en la escuela"; Cuadernos de Pedagogía, núm. 98, Barcelona,  febrero 1.983.
"Teatro y observación"; Cuadernos de Pedagogía, núm. 144, Barcelona, enero 1.987.
"Treta en el pasillo"; Acción Educativa, núm. 81, Madrid, diciembre 1.993.
"Ese suave temblor en tus ojos"; Acción Educativa, núm.  86, Madrid, enero 1995.
(4.)    ‘Historia de una cereza’, Colección 'Teatro EDB'- EDICIONES DON BOSCO.- Barcelona, 1.982
(5.)      ‘De Palique con Kike-6’ ‘¿Quién teme la palabra dicha por otro? –[I]’- Ñaque, número 13  - febrero 2000.
(6.)      ‘De Palique con Kike-13’ ‘Estructura dramático-pedagógica’- Ñaque, número 20  - junio 2001.