(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 19, abril 2001)
Domingo, 07 de enero de 2001
El don de don Cosme
Por cierto que -y ya que te he mencionado a mi hermano en alguna carta-, hablando el otro día con él, se me ocurrió mentar a don Cosme y mi hermano, que no lo había tenido como maestro, pero que lo conocía, me endilgó: “¿Aquel maestro de quien todo el mundo se reía?... no sé por qué.”
En casi todas las misivas que hasta ahora te he enviado, Kike, he invertido bastante esfuerzo en exponer de la manera más atractiva posible los conceptos que he creído que debía explicar. No es de extrañar pues, que en la carta anterior, la de don Cosme, la idea que pretendía exponer estuviera impregnada de la ternura que emana el entrañable individuo, lo que puede conducir a una apresurada sensación de haber comprendido enseguida lo que allí se dice y a la aceptación inmediata de su contenido, por pura empatía, aunque sólo sea en la parte más superficial de cuanto pretendía proponer como reflexión. En resumidas cuentas, puede que fuese una carta conmovedora por la simpatía que desprende el personaje y que, por lo tanto, provocase cierto trato de favor y parcialidad; pero, yo no me conformo; que don Cosme y lo que representa se lleven la razón gracias a la benevolencia, no les haría ninguna merced ni tampoco si, para llevármela yo, los utilizara como seres necesitados de conmiseración.
¿Cómo hacerlo entonces, Kike?, porque, en estos pagos, quien no conmueve, no mama. Y, además, metidos en harina, se hace muy difícil que nos lean tanto a ti como a mí, si no adornamos, conmovemos, sugestionamos... ¡Pues, no! En esta ocasión, si no quieren, que no nos lean, porque yo seguiré fiel a mi vieja proposición dramático-pedagógica tantas veces hablada entre nosotros: si hay algo importante en esta vida es el acto de transmisión de esa actitud del maestro por la que nos muestra sus ganas de vencer los temores y dificultades para adquirir conocimientos y valores, combinando en cada momento el trance de enseñar con el de aprender; actitud que precisa de cierto esfuerzo y de algo de entusiasmo por ambas partes; en nuestra circunstancia, por parte del posible lector y por nuestra parte.
No sé si de lo que hablamos tú y yo se puede desprender alguna enseñanza, Kike. Está claro que yo aprendo un montón y aprendo a esforzarme, porque soy bastante holgazán, aprendo a entusiasmarme, sin que mi entusiasmo “m’ensiegue”, a poder ser. Comprendo que el colectivo que normalmente lee nuestras cartas es un colectivo muy machacado por el trabajo y que le viene bien la historieta divertida, amable; pero hoy no toca. Lo aviso. Intentaremos proporcionarle la mayor amenidad posible, pero no vamos a poder hacer todo el esfuerzo tú y yo, Kike, ¡digo!
Y aquí viene ni que pintiparado lo de ‘No hay mal que por bien no venga’, que es uno de mis refranes favoritos; un refrán que debería reclamar mucha más atención de quien haga ‘cosas’ en público, lo que sea, piruetas, como es nuestro caso, Kike, al consentir que nuestras cartas se conviertan en artículos y sean publicadas, porque, pasa como en todos los asuntos que pueden contemplar otros, que van y por una de aquellas los leen y les produce una impresión y, a renglón seguido, aparece el juicio, la crítica.
Y vengo a decir esto, lo que te acabo de decir, que no hay mal que por bien no venga, porque una vez concluida la última carta-artículo, la de don Cosme, se la di a leer a un buen amigo mío relacionado con el mundo de la educación, a quien mantendremos en el anonimato y el tal amigo y no hay mejor amigo, lo reconozco, que aquel que hace el esfuerzo de no darte la razón, me advertía que el ejemplo que había elegido para ilustrar el concepto de interdisciplinariedad, no estaba bien elegido, ya que el buen don Cosme sólo se dedicaba a enseñar Matemáticas; varios conceptos, pero todos de una misma disciplina.
Ese comentario que, a mi juicio, encierra una idea algo restringida de las disciplinas, proviene quizás del sistema clasificatorio y corporativo que impera por doquier, de esa necesidad operativa de englobar en unos casos y de individualizar en otros, según las conveniencias organizativas, que hace que se entiendan las Matemáticas como una única disciplina, mientras que en el caso de la Medicina y de la Sicología parezca evidente que son dos, cuando a más de uno se le ha ocurrido englobarlas en alguna ocasión dentro de una única Ciencia de la Salud.
No obstante, parece cierto que, para explicar un caso de interdisciplinariedad, si es que fuese eso lo que yo hubiera pretendido, lo hubiese tenido a huevo, Kike, ya que con haberle agregado al numerito circense de don Cosme, una referencia a que nos encontramos en el siglo VI antes de Cristo, vestirlo de Pitágoras o de albañil de la época que, dándole la réplica con el mismo aire histriónico, le hubiese podido inspirar al matemático la idea sobre el teorema, en la Grecia antigua, añadiéndole al breve argumento que nos encontramos en Samos, isla griega de donde se tuvo que exiliar el sabio y cuya costa dista apenas dos quilómetros de la actual Turquía, etc., etc. está claro que estaríamos introduciendo en oportuna y ágil coincidencia contenidos de varias disciplinas: la Historia, la Geografía, hasta de la Política, que así presentadas suelen infundir mayor interés. Sólo dependería de los ingredientes y su adecuada medida, del ritmo, la distribución, pero en definitiva, podría haberte construido una carta-artículo con un ejemplo mejor dirigido a diseñar una explicación de un ejercicio interdisciplinario desde varias perspectivas, si es que esa hubiese sido mi intención, pero no era ese mi propósito, te lo puedo asegurar.
Verás, Kike, ya te decía yo que don Cosme no era un rey, porque un rey, un rey de la interdisciplinariedad, es un señor con grandes aptitudes y conocimientos, recursos y experiencias, capaz de llevar a cabo un ejercicio de interdisiciplinariedad de forma precisa, impecable, magna, indiscutible, distribuyendo todos los ingredientes de manera proporcionada, sin olvidar ningún detalle, sin titubeos turbadores para su público, para sus alumnos; pero esta historia de don Cosme era de otra índole. Don Cosme mismo era un personaje de otra índole. Don Cosme no era un rey, ¿recuerdas?, era un dios, un dios chapucero, si tú quieres, como tantos otros, sometido a pasiones que los mortales ignoramos y menos aún compartimos y que, cuando pretendemos compartir, la pifiamos; un dios desorganizado, caprichoso en apariencia, pero que tenía el don; ni más ni menos: el don. Así de sencillo. No lo hacía bien, podía hacerlo más o menos bien, le salió bien porque le salió bien quizás, como la flauta que sonó por casualidad; acaso, le brotó el genio o se le escapó y, con el genio, puso en marcha aquella pequeña comedia que llevaba a cuestas, consigo, preparada para alguna ocasión y la ocasión se dio. ¡Vete tú a saber! Y, para mayor consternación de patricios de su oficio, como aditamento extraordinario, sólo necesitó la nariz bicolor y ocho piezas en forma de triángulo rectángulo iguales entre sí, pero de tamaño y proporción que le parecieron convenientes o le vinieron a mano; porque tarima, pizarra, tiza, aula y alumnos, salvo empecinadas gripes, los de cada día.
Es de ese motor fantástico que puso en marcha la experiencia, no de cómo llevarla a la práctica con el mayor éxito y eficacia posibles, de lo que pretendía hablar al rememorar la anécdota de don Cosme, aquel dios humilde, hundido en el precipicio del anonimato, desterrado al fin como tantos otros dioses. Y es de ese compromiso que, a caballo de ese impulso, no se detiene ante nada, ni incluso ante el posible ridículo; es más, que utiliza este ridículo si viene al caso. No con descaro, con ingenua resolución. Y de ese poder que tiene la pequeña o gran representación para convertir en atractiva cualquier explicación y para vincular y mejorar el conocimiento de otros ámbitos. Dejando para mejor momento el análisis del poderío que demuestra la acción dramática para la interacción con múltiples medios artísticos y materiales escolares; ese bombardear sus más recónditas trincheras y provocar que se bombardeen los unos a los otros.
Dejando, digo, esa cuestión para más adelante, lo que aquí vemos es que la interdisplinariedad, desde su más sencilla manifestación, esa locura, en ocasiones espontánea, que algunos maestros se permiten, tiene sentido, es eficiente y no menoscaba otros aspectos de la tarea educativa. Otra cosa es, Kike, que el ejercicio de la interdisiciplinariedad desde un caso real es distinto al ejercicio de la interdisciplinariedad desde la simulación. En el caso real, el motor es la propia realidad, su perentoriedad en algunas situaciones, su interés en otras, lo que hace acudir la intervención de varias disciplinas de modo complementario y el peligro, a mi entender, es que, debido al extremado compromiso que conlleva esa realidad, retraiga esa intervención en compartimentos al rango de la multidisciplinariedad, propiciando, informando, pero no interviniendo en esa realidad como una pieza más.
Pero ése no es nuestro campo, Kike. No siempre se tiene a mano la realidad. Nuestro campo es el de la simulación. Nuestro campo es el de la simulación como la de don Cosme, el del Teatro, sea cual sea su modalidad. ¿Te convences, Kike? Desde donde podemos provocar la interacción con otra o con otras disciplinas. Bajo una perspectiva razonablemente metódica, nosotros tenemos que inventar y representar un simulacro al que acudan las moscas, como si fuese un panal de rica miel: Eso es de lo que pretendía hablar, balbucear, quizás. Si luego acuden más o menos disciplinas y cómo acuden a nuestra invitación, aunque, por supuesto sea importante, es ya harina de otro costal: de lo que estamos conversando es de esa actitud, de esa decisión, ese atrevimiento, a veces inconsciencia, de ese juego (jugar continuo, jugar intenso) que permite poner en marcha la experiencia. Ese juego escénico que convoca constantemente. Ese es el don de don Cosme; aunque no fuese un actor excelente o un experto comunicador, su decisión demostrada y radical de colocarse una nariz postiza, verde y roja, para explicar el Teorema de Pitágoras, ese gesticular contra un viento inexistente pero viciado, esa osadía, ese es el don que lo convierte en un dios o, mejor dicho, que nos descubre que lo es, a nosotros, pobres e ignorante mortales, al menos, yo.
Y ahora viene a cuento, a mi entender, que no conviene olvidar que la crítica puede acudir también desde la otra vertiente: la del teatro, porque, para según quien, emplear el arte dramático como útil, herramienta pedagógica, es algo así como una abominable depravación. Desde ese punto de vista, el teatro no se puede convertir en un vulgar utensilio. Yo ahí ya no entro, Kike; ante objeciones sacramentalmente artísticas no sé qué decir; me quedo anonadado, desprovisto de todo razonamiento o con la impresión de que soy incapaz de hacer mella en tan colosal robustez de argumentación. ¡Lo sagrado es lo sagrado! Solo se me ocurre que no nos podemos pasar la vida mirando hacia otra parte. ¡Que nos va a producir tortícolis, Kike! Si es cierto que el teatro tiene esa facultad, que puede simular y proponer e invocar otros medios artísticos y otros conocimientos y enlazar con ellos una acción recíproca, una obra común y congruente y, si es cierto, que ofrece gran eficacia e intensidad en este ámbito y gran posibilidad de claridad e insistencia a través del ejercicio que conllevan los ensayos, es una desventura, desde un punto de vista profesional, mirar hacia otra parte –es un lujo que no nos podemos conceder, una dejación de un mosaico de oportunidades- y, si me lo permites, injusto, terriblemente injusto, para cuantos don Cosmes han sido capaces de colocarse en alguna oportunidad su bicolor nariz para explicar como nadie el Teorema de Pitágoras.
No sé a qué vienen tantos remilgos, si el Teatro es un reflejo (intensificado, extrapolado a determinado lenguaje, etc.) de lo que pasa en el mundo. Al fin y al cabo, puede que explicar el Teorema de Pitágoras, sin más, no sea una actividad especialmente artística, no se nos muestre como un acontecimiento con probabilidades de ser llevado a escena, pero el hecho de enseñarlo mediante determinada estrategia argumental, vestido con un atuendo determinado, aunque mínimo, especial para su espectáculo, la nariz bicolor, interpretando a dos personajes a la vez, deambulando de un lado para otro, gesticulando con intención expresiva, maniobrando entre y con unos elementos escénicos, favoreció que el buen don Cosme desarrollara una acción de gran intensidad dramática (no por fuerza, trágica), mientras explicaba a sus fascinados alumnos, nos explicaba, de manera muy eficaz (al menos, a mí me lo parece) los entresijos del antedicho teorema, al tiempo que aprovechaba la oportunidad para reforzar otros conocimientos, propiciando que, al ser invocados, se refrescara nuestro bagaje y que adquiriesen esa dimensión de utilidad, de su aplicación, a su vez, en otros campos.
La situación que ofrecía un maestro, más bien clásico, como había sido hasta entonces don Cosme, convertido en dos payasos, esforzándose en buscar la explicación del teorema y recuperando y relacionando en el mismo acto otros conceptos, no sé lo que a ti se te puede antojar, pero para todos nosotros, sus alumnos en aquel momento, resultó de gran intensidad dramática, te lo puedo asegurar; hasta trágica, diría yo, si se tiene en cuenta que después de su ocurrencia, le debieron poner de patitas en la calle, precisamente por llevar a cabo su ocurrencia y resultó de gran eficacia, desde luego, porque estoy convencido de que tampoco a ti se te hubiese olvidado aun hoy, ¡en tu vida!, el teorema de marras, si te lo hubiesen explicado de semejante guisa. Mira qué te digo: no sé si después, en mi historia, más o menos larga y más o menos densa, de espectador de Teatro, he podido contemplar muchos espectáculos que hayan conseguido en mí un grado de emoción tan profundo como el del drama del buen don Cosme.
Y, ahora sí, aquí lo dejo y que cada cual lo interprete como quiera.
Tuyo afectísimo,
Miguel Pacheco Vidal