(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 24, abril 2002)
HERMANO QUE ENSEÑA,
HERMANO QUE APRENDE
Dime, oh, Kikekatres sapientísimo, ¿cierto es que puede ser justa y saludable aquella sazón por la que los infantes se avengan a tomar enseñanza, tanto en conocimientos como en habilidades, de otros infantes, de sus compañeros de mayor edad y que éstos se presten a compartir su bagaje con los de menos años, a aprender a hacerlo y a aceptar la responsabilidad que ello comporta?
Ya ves tú lo que son las cosas: ya se me había ido el santo al cielo, sin darme cuenta de que, si más adelante habremos de derivar la conversación sobre cierta paradoja que le encuentro al ejercicio de la Educación, bueno es que empiece por otro contrasentido aunque de menor catadura y que lo deje ahí, como antecedente. No me queda otro remedio porque tengo previsto que, a partir de una carta muy próxima, vayamos entrando en el terreno de la comparación de medios artísticos con la idea de ir a recalar en la explicación de una propuesta que he elaborado sobre comparación de géneros; todo ello, a través de la utilización del texto teatral, ¡no faltaba más! Te decía que no me queda otro remedio porque una de las fases de la propuesta que te anuncio procede de la observación de una paradoja escolar. Ya la veremos en su momento, pero el quid de la cuestión es que paradojas escolares hay más. No sé si muchas, pero algunas más, sí y, como te venía a decir, para que quede constancia, para que, en el momento de tener que echar mano de la otra, estemos prevenidos y ya que a mí me parece que ésta, la que vamos a tratar hoy, revela otra de las virtudes del teatro para cubrir huecos en la labor pedagógica, no se me ocurre otra cosa que desempolvar esta, a mi entender, pequeña paradoja, avanzándote un gesto de humildad por mi parte, ya que puede ser que en esta ocasión esté hablando por boca de ganso por demás.
La culpa de este atrevimiento la tiene la jubilación de mi hermano. ¡Fíjate tú!, aunque, la verdad es que todo esto ya lo vengo pensando desde hace bastante tiempo, en último término, la jubilación anticipada de mi hermano ha accionado el resorte de mis sentimientos, los ha acelerado y consecuentemente, ha precipitado la resolución de escribírtelo.
Tanto me afectó el tema de su jubilación, sobre todo por cómo es mi hermano, que me dio por organizar, ayudado por Jordi, mi sobrino y ahijado, una celebración con el fin de reunir las dos partes de la familia, los hijos de mi hermano, los míos, mujeres, nueras, yernos, nietos, nuestro tío... Al final, éramos veinte comensales. Tampoco éramos tantos.
La cosa es que antes de darle al yantar, me tomé la libertad de ofrecer una explicación a los asistentes para dejar claro que, aparte de la comida, nos habíamos reunido allí por tres errores. Uno sencillamente general en nuestra sociedad, educativo el otro y otro, simplemente, garrafal.
El error general no es otro que aquel que corresponde a un olvido generalizado en nuestra sociedad que ha permitido que hayan desaparecido de nuestras efemérides algunos importantes ritos de nuestro tránsito vital. Hoy en día, en este mundo parece como si solo naciésemos, nos casásemos y muriésemos. ¡Qué achicharramiento!
Quizás, la desaparición que más me preocupa es la de aquellos que corresponden a los diversos tránsitos que ocupan la época juvenil; de tal modo han desaparecido y hasta tal punto que cualquier rito de reconocimiento de este tránsito, de persistir o nacer, se convierte en una práctica ocultista. Así, la iniciación al fumar, que en ese momento de la vida no es nada más que un signo de consecución de un rango mal entendido quizás por parte del protagonista, aunque lo que vale es su intención, frecuentemente se lleva a cabo en lugares ocultos o entre una peña de amigos que compartan la excitación de lo prohibido. Todo o casi todo, aparte de los elementos externos, como el vello, se convierte en algo a ejercitar en la trastienda social, sin que la sociedad ponga, ni mucho menos, su carne en el asador en pro de reconocer cada nueva etapa del camino por adquirir el rango de adulto. Estoy hablando de ritos laicos, de espaldarazos de nunca acabar. ¿Qué es lo que nos está impidiendo establecer escalones donde se pueda entregar con claridad el testigo de responsabilidad y autoestima? ¿Qué es lo que lo desaconseja? Y, de seguir en esta escalinata y teniendo en cuenta que, en algunas ocasiones, también se puede empezar la casa por el tejado, ¿qué nos impediría celebrar una jubilación entre familia, en lugar de esas despedidas en el seno de la empresa, que no están nada mal, por supuesto, aunque algunas veces se llegue a oler en ellas el conmovedor estigma del zarandeo que pueda sufrir el escalafón?
No nos vayamos por los cerros de Úbeda... Aclarado en qué consistía el primer error, les venía a decir a mis sobrinos y a mis hijos y a los demás también que podíamos compensarlo mediante una ceremonia, señalando una celebración; que la jubilación de mi hermano era un buen motivo para reunirnos y, en el seno de la familia, lanzarnos a las consideraciones que quisiésemos sobre el tema y al reconocimiento de un personaje tan extraño como benéfico, que se ha pasado su existencia aprendiendo mientras enseñaba y enseñando en el mismo acto y momento en que aprendía. Quién mejor que yo lo va a saber que me he podido favorecer de esa actitud en la privilegiada posición que el ser hermano menor concede, en esa primera fila que me ha hecho reflexionar tanto sobre el segundo error que te anunciaba al principio, el educativo, cuestión que algo tiene que ver con los temas sobre los que solemos charlar. Y ahora sí que voy a meterme en camisa de once varas, porque hay un proceder de la Escuela que me parece exagerado y algo antinatural... No sé cómo decírtelo... Verás, Kike, lo que me jeringa es eso de la clasificación por edades... que pasa como con todo, que, a veces, se peca por exceso; es cierto que la clasificación por edades facilita mucho las cosas, por aquello de que la Escuela puede organizarse mejor para impartir contenidos en función de los niveles de adquisición. ¡No me digas tú que no! Incluso por cuestiones de orden va bien.
Más razones habrá. No obstante y es lo que te venía a decir, tengo la sensación de que este esquema se aplica demasiado a rajatabla. Te lo digo yo que he tenido la suerte de tener un hermano como el mío, para darme cuenta de que de quien aprende más rápido y de forma más natural un niño es de su ‘inmediato superior’ en su propia escala; de donde pueda copiar con cierta garantía de éxito porque lo tiene más a mano y porque el imitado también está aprendiendo, ensayando, que son mecanismos a aprender también. No me embaraza hablar así de mi hermano ya que a él no le duelen prendas en el momento de, como te decía antes, enseñar lo que sabe y de aceptar las enseñanzas de los demás y de las que del propio acto de enseñar se desprenden. Él ha ejercido en mí la influencia de aquel peldaño de mi formación que, de forma continua, es accesible; que tiene la virtud de mostrarse y, al propio tiempo, no mostrarse demasiado alto.
Te lo insisto porque, a raíz de mi experiencia fraternal, he llegado a la conclusión de que a los humanos, para aprender, nos viene al pelo tener al alcance de la mano a alguien a quien observar e imitar con ciertas posibilidades de éxito. No sé Kike quién sería en tu tiempo tu ídolo futbolístico ni, tan siquiera, si alguna vez lo tuviste. En mis tiempos infantiles tuve la inmensa suerte de que los ejemplos a seguir fuesen Alfredo Di Stefano y Ladislao Kubala; dos jugadores inmensos, ¡para qué te voy a engañar! Es posible que después los haya que se puedan comparar, pero no me negarás que ambos marcaron una época gloriosa y eso que de por medio no estaba la tele. Sólo el Nodo. Quizás por eso: entre lo buenos que debieron ser y lo que uno se imaginaba... Inalcanzables. Y fíjate lo que vienen a ser las cosas: indudablemente, los dos proponían más que intensamente un modelo a seguir, sin embargo, yo tenía claro que, tanto el uno como el otro, quedaban bastante lejos de mi alcance y que, para mejorar mis habilidades balompédicas de quien tenía que aprender era de El Pechuga, un compañero de una clase algo superior a la mía, cuyos conocimientos y habilidades con el esférico aventajaban, por supuesto, a los míos, pero no me resultaban inalcanzables. Y entre ese sueño con seres arquetípicos (Kubala y Di Stefano) y la observación de la realidad más próxima y asequible de El Pechuga, dedicándome a maniobrar como las gallinas, ora hinco el pico (fijándome en El Pechuga), ora alzo la cresta (admirando a los arquetípicos profesionales), vete tú a saber lo que hubiese llegado a ser, de haber sido algo más despabilado, que de eso no tienen la culpa ni mi hermano ni El Pechuga ni, por supuesto, el tándem formado por Kubala y Di Stefano.
Entre una cosa y otra, estoy convencido de que la convivencia armoniosa entre niños de diferente edad, como suele acontecer en esa libertad condicional que al niño le conceden padres y Escuela de vez en cuando, así como aquella que se suele otorgar después en la vida de los adultos, beneficia tanto a los más jóvenes como a los niños mayores, porque aprenden los unos de los otros, aprenden a aprender, aprenden a enseñar, enseñan a aprender, enseñan a enseñar... Sin embargo, la voluntad de la Escuela parece otra, ya que el niño, nada más entrar por la puerta, se ve anidado en la celda que le corresponde por su edad, quedando circunscrita esa convivencia que mencionábamos con otros niveles de edad al ámbito de algunas actividades extraescolares.
Está tan arraigada esta cultura del agrupamiento por edades que... ¡Mira tú por donde!, voy a aprovechar la ocasión para explicarte una batallita, uno de esos devaneos de mi juventud. Verás, corría el tiempo en que me dio por contribuir a la organización de un ciclo de teatro para escuelas(1). De acuerdo con este punto de vista que te he expuesto, en uno de los espectáculos había proyectado cierta mezcla de edades, escribiendo una obra de teatro(2) dirigida expresamente a un público que supiera leer, combinado con otro que aún no. En una de las escenas, un tal Juan Sin Nombre, buscaba en el montón de las palabras perdidas un nombre que le fuera bien. Para ello, se entretenía en elegir entre el montón, dos palabras que, unidas, dieran lugar a una palabra compuesta que tuviera sentido (Pela + gatos, busca + vidas, casca + nueces, etc.), encarándolas, como aquel que se prueba una camisa y pide opinión, hacia el público, con cierta insistencia, para que éste las leyera. La idea era que, en una primera lectura, el personal que supiera leer descifrase la palabra en cuestión, arrastrando en los siguientes ofrecimientos al colectivo no lector (no tanto para ejercitar la lectura, como para reafirmar el convencimiento que, del fenómeno de la lectura, el niño intuye) La propuesta partía pues, del hecho de que era de presumir que entre el público hubiera niños que ya deberían saber leer lo suficiente junto a niños que no, pero que son conscientes de que sus inmediatamente superiores en edad hacen algo que llaman leer, que consideran importante, que deberán aprender pronto y que da un resultado a quien lo sabe ejercer, por todo lo cual se puede convertir en objeto de su fascinación y la pretensión era, como te venía diciendo, que, en un primer envite de cada palabra compuesta, reaccionasen leyendo solo los que sabían leer, pero que en los siguientes fuesen acompañados en el griterío por los otros, dando como fruto que unos y otros fuesen captados por una acción propuesta dentro del espectáculo, acción consistente ni más ni menos que en el acto de leer.
Como cabía esperar y dentro de los márgenes de error que mi percepción interesada pueda forzar, todo esto estaba sucediendo así durante una de las representaciones de la obra, mientras yo permanecía en las últimas filas de la sala compartiendo la función con las maestras de unos niños de precisamente menor edad, cuando una de ellas, en plena algarabía, no se le ocurre otra cosa que espetarme algo así: ‘Está bien, pero, sin duda, es para niños mayores’. Como podrás comprender, Kike, la manifestación de aquella profesora había logrado confundirme. Creo sinceramente recordar que todos los niños estaban participando en ese preciso instante: los que sabían leer, leyendo y los otros repitiendo más o menos acertadamente las palabras descifradas por sus compañeros; todos, eso sí, con casi desmedida animación. De cualquier forma, se podía dar el caso de que, bien porque quizás en los folletos dirigidos a los maestros no lo hubiésemos advertido con suficiente claridad, bien porque fuese difícil evidenciar el tipo de ejercicio que se pretendía, pudiesen ser malinterpretadas nuestras intenciones, así que, de momento, la observación de aquella maestra había logrado contrariarme bastante, hasta el límite de hacerme dudar de mi propio punto de vista, cuando, de forma providencial, uno de sus alumnos, el que tenía justo delante, se vuelve hacia ella y le grita. ‘¡M’ho estic passant pipa! (literalmente: ‘Me lo estoy pasando pipa’).
Como te puedes imaginar, Kike, desde aquel día tengo colocado en un altar muy especial y muy particular mío a San Niño Que Tuvo Tamaña Ocurrencia En Aquel Preciso Momento. Pese a ello, no quiero reflejar aquí como un triunfo aquella anécdota. Ni puedo ni sería justo; la maestra pudo referirse a otros aspectos y tener razón. Lo que sí me importa reflejar en estas páginas es el empeño que demostró sobre ese aspecto de la edad, al extremo de que, aún viendo cómo sus alumnos participaban en aquel revoltijo interactivo de niveles, viniese a fijar su atención en la aparente falta de ajuste del contenido con la edad. Es sin lugar a dudas un aspecto que está profundamente enraizado en las formas de hacer y concebir en la Escuela. ¡Qué se le va a hacer!
Es lo que me parece una paradoja, porque, si la Escuela se encarga, supongo que entre otras cuestiones, de transmitir la imagen de la sociedad real con el fin de capacitarnos para vivir en ella y, acaso, mejorarla, ¿por qué se empeña en hacerlo a través de un procedimiento tan alejado de esa realidad, cuando el propio procedimiento es parte integrante de la forma de esa imagen y es algo a aprender y a desarrollar también y que nos debe servir después, una vez metidos en esa realidad, donde se mezclan personas que saben más con personas que saben menos, personas que saben más sobre un asunto con personas que saben más de otro?
Dejemos las cosas en su sitio, Kike. No se trata de promover una forma de entender la organización escolar enfrentada a la otra, sino de exponer como conveniente también otro punto de vista y la necesidad de que, si es verdaderamente recomendable, observar su práctica, promocionarlo, tanto en el sentido de que los pequeños puedan disfrutar de esa posibilidad ejercitando su aprendizaje con sus compañeros de más edad, como de que éstos se sientan un poco maestros (lo que yo creo una buena actitud a adquirir) y que reconozcan y asuman su pequeña cuota de responsabilidad en el proceso educativo de sus compañeros. A lo que añado: en el día a día de la Enseñanza, no sólo en una actividad optativa.
Y ya me vas a decir que soy más pesado que una vaca en brazos, porque voy a aprovechar la coyuntura para pregonar que si existe alguna actividad escolar que, pese al recelo que pueda despertar entre los exegetas de las asignaturas principales, tenga las características precisas para desarrollar este juego y ser capaz de desbordar los límites de edad, es el Teatro. Es una cosa que la tuve que aprender a la fuerza, desde el momento en que me conmovió el interés de una niña que, para asistir a los ensayos no tenía otro remedio que traer consigo a su hermanito, ya que su madre trabajaba durante el horario de ensayo; así que accedí, asignándole al niño un papel en la obra. Después, todo fue coser y cantar, entre mi experiencia fraternal y un poco de observación del comportamiento de aquel hermano menor... ¡Es que no había más que verlo! Desde aquel entonces, muchos de los montajes que llevé a cabo lo fueron de amplitud y frontera de edad imprecisos, hasta tal extremo, que llegué a aceptar no solamente a hermanos menores, sino también a mayores y a padres, dándome cuenta de que esto de mezclar las edades en la experiencia, es algo así como soltar las riendas del Teatro y de la Educación dentro de un espacio muy ventajoso.
Y expuesta esta quizá nueva entre nosotros, pero antigua en el Teatro, e importante, bajo mi forma de ver las cosas, virtud educativa, te digo que no creo estar sacando demasiada punta al lápiz cuando simplemente pido mayor atención y espacio para practicarla, aunque solo sea para compensar el exceso en el otro sentido y para establecer otras estrategias en el ejercicio de nuestras sensibilidad e inteligencia. Ni creo estar arrimando el ascua a mi sardina cuando hago caer en la cuenta de que el taller de teatro es un lugar privilegiado para ello. Sencillamente, me parece de cajón.
Cuando al poco tiempo de haber comenzado estas líneas, mi nieto, Diego, curiosamente, le dijo a su abuela: ‘Cuando sea grande, aprenderé las letras’, no estaba consagrando nuestro argumento, ya que su afirmación puede constituir un estadio más de sus posibilidades de adquisición, pero la actitud que le lleva a querer realizar esa adquisición, ese interés verbalizado, tiene que ver seguramente con la contemplación de una actividad desarrollada ya habitualmente por Sara, su hermana mayor, lo que la convierte en un valioso recurso.
Y debiera acabar así, aunque, ni qué decir tiene que, antes de que recoja los bártulos, el lector avezado me va a exigir, de igual modo que lo hizo Jordi, mi sagaz sobrino, antes de acabar mi perorata y de que empezara la comilona, en aquella celebración que le organizamos a mi hermano, que, una vez explicados los dos primeros, proceda a aclarar cuál es el tercer error, el garrafal. Pues, el error garrafal no es ni más ni menos que el que cometimos mi hermano y yo en su día por no caer en la cuenta entonces de que a nuestro tío, presente ahora en nuestra celebración, le podíamos haber montado una fiesta similar, en el momento de su retiro, ahora hace veinticinco años; pero no fue así, se nos escapó la oportunidad de las manos, ¡ya ves tú, tanto discurso sobre sensibilidad e inteligencia, para qué! Claro que en veinticinco años hemos podido aprender lo nuestro y, modestamente, exponerlo. De modo que, reconociendo que la ocasión la pintan calva, aproveché el inciso de mi perspicaz sobrino para brindar por mi tío y su casi olvidada jubilación, pidiéndole disculpas por el olvido y por el retraso, a lo que mi tío respondió, con su habitual benevolencia, benevoliendo, que es lo suyo y te digo que, además, lo agradeció el hombre, ¡vaya si lo agradeció!, no sé si por aquello de pelillos a la mar, porque más vale tarde que nunca o porque la edad te debe hacer entender tarde o temprano que más vale pájaro en mano que ciento volando.
Miguel Pacheco Vidal
(1) “Viatgem en teatre”. Ciclo de Teatro para escuelas, organizado por el Centre Cívic d’Hostafrancs del Aytº. de Barcelona, que se llevó a cabo durante 7 cursos, desde 1.984 a 1.990
(2) “La disparatada gesta de Don Jorge Siemprellegotarde, Marqués de Nuncallegoatiempo”, obra del autor, 2º. premio en el Certamen de la Obra Cultural de la C.A. Popular de Valladolid, 1.990.